“Guarda,
hijo mío, el mandato de tu padre, y no dejes la enseñanza de tu madre.”
Proverbios 6:20
A
los 22 años, Ricardo, se vio envuelto por el gusto de las bebidas alcohólicas.
Sus familiares lo alertaban sobre las consecuencias de embriagarse. Su salud se
vería afectada en el futuro. Traería trastornos a sus órganos. Tendría
problemas laborarles por su forma de beber. No
va a pasar nada, decía. Una noche se embriagó tanto que perdió la noción
del tiempo y del espacio. Se desvió de su camino a casa y pronto se encontró
dormido en aquella ruta que se trazó.
Lo despertó un fuerte dolor en las
piernas. Al abrir los ojos vio las paredes de un cuarto de hospital. Se miró
los pies y ya no los tenía. La noche anterior lo venció el sueño y cayó sobre
las vías del ferrocarril. El tren pasó sobre sus pies. Hoy, a sus 42 años de
edad, necesita un trasplante de riñón. Y
yo que decía que no me iba a pasar nada, se lamenta. Ahora necesito de
otros para poder moverme, cuando años atrás nada me detenía.
Joaquín
gustaba de la comida rica en grasas. Las carnes rojas emocionaban a su paladar.
No medía la cantidad de alimentos que consumía. Olvidó que había ciertas horas
para comer y lo hacía en cualquier momento. Las bebidas gaseosas eran sus
preferidas. Nunca quiso escuchar las voces que le decían: te sería mejor beber
agua pura, come algo de fruta y más verduras. Él hacía un gesto de rechazo
hacia esos consejos. Las frituras y golosinas eran el postre en lugar de fruta
fresca.
Pronto las consecuencias se notaron
en su peso. Dejo de hacer ejercicio y adoptó una vida sedentaria. Comenzó a
tener dificultades para respirar. Se cansaba con facilidad al caminar algunos
metros. Un malestar general hizo que lo llevaran a revisión médica. El
diagnóstico confirmado fue diabetes. El vigor físico que gozaba en sus años
mozos se perdió. A mi no me va a pasar,
eso es para esa gente que no sabe cuidarse, solía decir.
Un día tropezó en casa. Eso le
produjo una herida en el pie que no sanó. Se tuvo la necesidad de amputar esa
pierna. Hoy visita con regularidad a su médico porque teme perder por completo
la vista. Llora al recordar que su vida adulta pudo ser distinta. Su deseo de
formar un hogar se desvaneció. Sus ganas de vivir no son suficientes para
contrarrestar los efectos de su enfermedad.
“Oye, hijo mío, la instrucción de tu
padre, y no desperdicies la dirección de tu madre; porque adorno de gracia
serán a tu cabeza…”[1]
Por
Galdino Enríquez Antonio
Leer “¿Con quién haces equipo?”, en: http://gacetadebelen.blogspot.mx/2015/12/con-quien-haces-equipo.html
[1]
Proverbios 1:8
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